lunes, 16 de mayo de 2011

ABAJO LAS FRONTERAS por Alonso Núñez del Prado S.

   Los conceptos de patria, nación y Estado son tan antiguos que no estoy convencido —por lo menos para este artículo— de la necesidad de investigar su origen y las causas que condicionaron su aparición y desarrollo. Sin embargo, estoy casi seguro que no fueron razones de caridad, amor, justicia y similares, que nuestra sociedad considera ideales.
  
   Tengo la impresión que el concepto de ‘Estado’, que de alguna manera es el más moderno, ya que corresponde al fin del feudalismo y al nacimiento de las monarquías, se nos ha colado dentro de la sociedad, como algunas otras instituciones, sin que hayamos meditado, pensado y aceptado hacerlo, como hubiera tenido que hacerse si el contrato social al que aludía Rousseau, hubiera sido posible en la historia. El problema es que la idea de ‘Estado’, como otras, está en la base de nuestro sistema. Quiero decir que si fuera posible que todos los hombres nos reuniéramos y acordáramos que el “Estado” o los “Estados” deberían dejar de existir, nos estaríamos cargando con el sistema en su integridad, porque si no hubieran “Estados”, ¿cómo estableceríamos el orden y la ley?; ¿Un gobierno mundial, que de alguna manera ya existe? Bueno, hay sin duda muchas preguntas que contestar, pero de ninguna manera debería esto inhibirnos de plantearnos la cuestión: ¿Deben existir los “Estados”?, porque aunque su fundamento esté en los cimientos de nuestro edificio, no deberíamos, simplemente, continuar tal como estamos, porque sería muy difícil cambiarlo. Si una parte de los cimientos está mal, tarde o temprano el edificio tendrá problemas. Resumiendo, creo que es necesario que repensemos todas nuestras instituciones y si no las encontramos razonables y convenientes, deberíamos pensar en el modo de modificarlas o erradicarlas, aunque esto nos tome mucho tiempo. Hay que mirar el bosque y no sólo los árboles que tenemos delante.

   Podríamos empezar por analizar las ventajas que traería consigo el hecho de que no existieran “Estados”. La primera que se me ocurre es que no tendríamos que usar pasaportes, lo que ya criticaba “El Principito” de Antoine de Saint-Exupery. Esto puede sonar banal y de poca importancia, pero en realidad nos daría derecho a circular sin trabas por el mundo, a trabajar y vivir en cualquier lugar sin limitaciones. También eliminaría el sistema de segregación por nacionalidad en la actualidad imperante y que no creo que pueda nadie defender racionalmente. Esto me trae a la memoria lo que el filósofo catalán José Manuel Bermudo ha denominado ‘el derecho olvidado’, que sería el derecho a elegir nacionalidad y, en consecuencia, a emigrar, que nos recuerda que si bien es cierto —como el propio Bermudo señala— que ha habido una evolución favorable en la calidad de la ciudadanía, en razón a la incorporación de las nuevas ‘generaciones de derechos’, también ha habido un estancamiento y hasta deterioro en su aspecto moral, ya que por ejemplo el nombrado derecho, presente en los orígenes del capitalismo liberal, “silenciosa y paulatinamente ha sido olvidado”, por razones más o menos obvias, pero que valdría la pena investigar con más detalle.

   Detrás de las organizaciones estatales están las razones económicas, que son motivo de la mayoría de las guerras, mediante las que un pequeño grupo de personas discuten sus mezquinos intereses, usando a las grandes masas que creen que ‘luchan y mueren por su patria’, lo que además ha sido convertido en un gran honor. Todo esto nos muestra como nos hemos transformado en monigotes que bailan al compás de una música que no hemos escogido y que no divierte, sino que puede matarnos o hacer que nosotros matemos, denigrándonos en nuestra propia humanidad.

   El sentido de pertenencia a una familia, a una ciudad, a una nación o a un continente ha sido invertido y con frecuencia importa más lo pequeño que lo grande. No puede ser que sea más importante ser peruano que americano, ni esto último que humano. El sentido a transitar es más bien el contrario: primero somos hombres, luego americanos, después peruanos y, al final, de nuestra propia comunidad. No quiero sugerir que olvidemos nuestra propia individualidad, pero si que reconozcamos en ella sus pertenencias que nos hacen lo que somos y de las que no podemos desvincularnos sin renunciar a nosotros mismos. Como dicen los comunitaristas, si al hombre le quitamos lo que lo vincula con su historia, familia y coyuntura, no queda nada, porque deja de ser él para convertirse en un ente que sólo existe en el plano teórico.

   Es cierto que pensar hoy en la eliminación de los estados es una quimera, pero los sueños y las utopías son necesarios. ¿No fue también quimera, en algún momento y por muchos siglos, pensar que la esclavitud era absurda y que la economía podía funcionar bien sin esclavos? ¿O que era posible y razonable que votaran las mujeres y los que no tenían propiedades, olvidando las democracias censitarias? Es necesario que nos atrevamos. Con el tiempo, cuando los pensamientos maduran y calan en la gente, poco a poco, se convierten en realidades.

San Isidro, 26 de julio de 2007

Publicado bajo el título: ¿Nacionalismos? en la página 15 de Gestión (Opinión), el miércoles 8 de agosto de 2007

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