martes, 22 de febrero de 2011

LA DIFERENCIA ENTRE ‘SER’ Y ‘TENER’ por Alonso Núñez del Prado S.

“El hombre superior ama su alma, el hombre inferior ama su prosperidad.” Lín Yǔtāng
“Las tenencias esclavizan. La libertad no es buena amiga de la propiedad” ANdPS

   La reflexión sobre la preeminencia del “ser” sobre el “tener” es frecuente en el ambiente intelectual; pero nunca ha calado, ni ha tenido receptividad en la mayoría de la gente, en especial en Occidente. Quizá —piensan algunos— porque concepciones ontológicas como la representada por la frase de Hobbes “El hombre es el lobo del hombre”, corresponden más a la realidad, que aquellas que —como las de Kant y el cristianismo—  suponen un hombre menos egoísta y más dispuesto a la solidaridad. Ejemplos que muestran la frecuencia con que se ha tratado el tema son comunes en la historia: desde el más o menos reciente de ¿Tener o Ser? de Erich Fromm o el un poco más antiguo del Siddharta de Hermann Hesse,  hasta los tiempos del pensamiento estoico en la antigua Grecia y más atrás, si miramos al mundo oriental, en especial en la India, donde incluso en la actualidad podemos encontrar concepciones de “triunfo” (si así puede llamarse), opuestas a la nuestra.

   Quedamos, sin embargo, unos pocos ‘románticos’, como quieren considerarnos algunos, que insistimos en la necesidad de recalcar esta diferencia (entre ‘ser’ y ‘tener’), que nuestra sociedad, por estar impregnada de materialismo (realismo, dicen otros), quiere obviar, confundiendo lo que es diferente. En la cultura occidental, con honrosas excepciones, se considera que es más el que tiene más y que el que se hizo millonario es el triunfador por antonomasia. El ‘tener’ es usado como medio para ‘ser’ (creerse) más y socialmente se produce un engaño sutil, que pretende que el tener, saber, poder o hacer más e inclusive el tener una mejor imagen, es consecuencia de ser más. Todo esto, exacerbado por el endiosamiento de la competencia, tan de moda en nuestros días.

      La confusión, que como hemos visto no se produce sólo con el ‘tener’, aunque es de la que nos ocupamos en este artículo, ha llegado a tales niveles que casi crecemos respirándola. Con el tiempo —la madurez, dirían algunos— la “realidad” termina por imponerse y muchos terminan convencidos que lo importante es el dinero (“Dicen que el dinero no es la felicidad, pero se le parece mucho”). Y a los pocos idealistas, “la vida terminará por enseñarles”. Así tenemos que en nuestro mundo tener más es ser más.  El éxito se mide en dólares, fábricas, propiedades y cosas similares.
                                                                                                                
   En consecuencia, en un mundo como el que vivimos, a muy pocos les importa ser más y a muchos, por el contrario, tener más; lo que motiva que lo último se superponga a lo primero, logrando que se olvide y suponga equivalente. De esta manera, resulta muy difícil que alguien sienta ser más que quien tiene más, salvo como actitud de autodefensa o, peor aún, basado en anquilosados conceptos de nobleza de sangre, frente a los denominados “nuevos ricos”. El único camino posible es el de la propagación y consecuente convencimiento de la diferencia, lo que tomaría mucho tiempo, Creo, con todo, que el esfuerzo bien vale la pena. Cuando todos creamos que ser más es más importante que tener más, nuestro  mundo será mejor, aunque para conseguirlo será necesario enfrentarnos con muchos y poderosos intereses, que constituyen una de las principales razones por las que hoy “tener más” tiene más acogida.

   Cabría preguntarnos a estas alturas ¿qué es ser mejor? Y la respuesta da para escribir un libro, pero como no es la intención de estas líneas desarrollar este tema, me limitaré a manifestar mi opinión en una sola frase: ser mejor es ser más uno mismo, lo que Heideger llamó “autenticidad” y Marcuse “ser auténtico”. En otras palabras, ser fieles a nuestra humanidad, pero también a nuestra propia individualidad. De esto se desprende que, en sentido estricto, nadie es más que otro. Uno es más o menos, sólo en relación a uno mismo, a su pasado. Los hombres son diferentes, plurales como diría Hannah Arendt, y cada uno tiene en potencia su propia realización como persona. Aquí aparece otra de las debilidades de la concepción social y es su tendencia a calificar al prójimo, cuando en realidad no hay ni mejores ni peores entre nosotros, sino sólo personas diferentes.

    De otro lado, si profundizamos en el tema, nos daremos cuenta que cuando buscamos tener más estamos tratando de arrebatárselo a otros. Cuando acumulamos riqueza, lo hacemos en desmedro de otras personas; y si bien, como dijimos antes, el dinero no da la felicidad, la falta del mismo causa sufrimiento. Así podemos concluir que el tratar de tener más, cuando excede los límites de lo razonable, nos divide y nos separa. Por el contrario el tratar de ser más, es creador e integrador. Los logros de los artistas, filósofos, científicos e inclusive deportistas han aumentado el patrimonio de la humanidad y la han unido. Podemos decir que tratar de ser más, nos hace mejores hombres, capaces de amar más, de ser más libres y solidarios, de pensar por nuestra propia cuenta, diferenciándonos de los animales y de su ley de la selva; mientras que tratar de tener más, nos deshumaniza y nos hace paradójicamente más pobres.
  
   Otro aspecto que nos muestra lo contradictorio y frágil de la ideología reinante en nuestra sociedad, es que el tiempo la corrige. Si nos remitimos a la historia, con explicables excepciones, ignoramos a los grandes amasadores de fortunas, a los que buscaron tener más; y recordamos y ensalzamos a los en verdad grandes, a los que trataron de ser más, cada uno a su estilo y manera, aunque murieran en la miseria.

   Es irreal pretender que de repente sea posible cambiar nuestras creencias culturales, pero es necesario que empecemos a ser conscientes de lo contradictorio y equivocado de éstas, para que un nuevo sentido común emerja y se vaya imponiendo y al final el cambio se produzca cuando todos estemos convencidos. Pero, en el camino se nos presenta un importante desafío, que es prevenir el contagio, casi inevitable,  en medio de un mundo que practica y predica lo contrario. 

Publicado en El Comercio (Dominical), Pág. 10, el domingo 6 de mayo de 2007


LAS VERSIONES DE LA VERDAD por Alonso Núñez del Prado S.

Uno de los grandes problemas de la filosofía —específicamente de la teoría del conocimiento— es el de la verdad y la posibilidad de acceder a ella. Desde el Teeteto de Platón y aun antes, con los pre-socráticos, el tema ha estado sobre el candelero y ha enfrentado a la diversas escuelas, que se mueven entre la certidumbre total y el escepticismo más extremo. Uno de los aspectos de este tema y que los filósofos conocen de muy antiguo —la platónica metáfora de la caverna— es el de la humana incapacidad de conocer la verdad. Llevado esto a su aspecto más simple, nos confronta con lo más obvio: dos personas que vean un objeto o hecho desde dos ángulos diferentes tendrán versiones diferentes del mismo. Así tenemos que si un ocho está pintado de manera diferente por la izquierda y la derecha, un espectador que esté a la diestra dirá que es rojo y el otro que es verde, si estos son los colores usados, y ninguno estará mintiendo, ni tampoco diciendo la verdad. Este es quizá un ejemplo muy grueso, pero ocurre lo mismo en el plano más subjetivo y frecuente, lo que se resume en el adagio popular “cada uno habla de la feria de acuerdo a como le fue en ella”. Otro ejemplo más sofisticado —de película policial— puede hacer más patente lo expuesto. Horacio apunta a Manuel con un revolver, aparentando estar furioso, con la sola intención de amedrentarlo, y dispara hacia arriba de tal manera que es imposible que la bala pueda impactar en Manuel; pero una tercera persona escondida dispara casi al mismo tiempo otra arma y lo mata. Si este hecho hubiera sido presenciado por un testigo, que no se hubiera percatado del tirador oculto, afirmaría, “sin mentir” que Horacio es un asesino y el caso podría llegar hasta el extremo de que el propio Horacio creyera serlo, y se estaría autoinculpando falsamente.  

La historia nos ha mostrado con frecuencia cuanta verdad hay en esto y miradas con el panorama que da el tiempo podríamos afirmar que la mayor parte de las guerras han sido producto de estas “versiones de la verdad”, que en algunas oportunidades sufren inclusive de las influencias de un mitómano (¿Quién de nosotros no conoce uno?), capaz de lograr la mitomanía colectiva, como ocurrió en la Segunda Guerra Mundial.

El propio Vargas Llosa, en el conversatorio sobre su obra, llevado a cabo a fines del año pasado aquí en Lima, denominado “Las guerras de este mundo”, sobre su monumental novela “La guerra del fin del mundo”, afirmó que los fanatismos de esa guerra, no corrían sólo del lado de los yagunzos de los sertones de Canudos que convencidos de la cercanía del fin del mundo, seguían a Antonio Vicente Mendes Marciel (el Conselheiro), sino también de los que defendiendo la recién instalada República, los desaparecieron en nombre del racionalismo y la civilización occidental. A partir de ese comentario, me preguntaba hasta que punto no estaba ocurriendo lo mismo en nuestros días y a nombre de nuestra cultura —dueña de la verdad— estemos aniquilando a los musulmanes (porque un grupo de terroristas fanáticos y desquiciados causó una tragedia sin nombre), desde nuestro propio fundamentalismo occidental. En realidad, el problema viene desde las cruzadas feudales; y se ha repetido espaciadamente en la historia, como lo muestran la expulsión de los moros de España y más adelante la guerra con los turcos que dio lugar a la batalla de Lepanto en que perdiera un brazo el autor del Quijote. Esa actitud de superioridad de occidente, no se ha limitado sólo a España, sino que ha caracterizado a toda Europa occidental. Así Gran Bretaña tuvo sometida a la India, Francia al actual Vietnam. En China se alternaron varios y Hong Kong ha sido uno de los últimos rezagos del imperio británico. La historia leída desde nuestro lado, nos muestra superiores, pero no nos vendría mal preguntarnos como nos ven desde el otro. Algunos ya somos conscientes que se nos ve como entrometidos y abusivos, especialmente desde la imposición que significó para la gente de la zona, la creación del estado de Israel. Quienes hemos estado por allá, podemos dar testimonio que la tensión se respira en cada esquina. Soy muy escéptico —ojalá me equivoque— respecto de soluciones definitivas a los conflictos en esa zona.        

Afortunadamente, cada vez se impone más —en especial en los círculos intelectuales de los Estados Unidos, no en su gobierno— la cultura de la tolerancia, de la necesidad de convivir respetando al otro. La idea, todavía, está en la cúspide de la pirámide, pero es muy probable que poco a poco descienda y se expanda, no limitándose al interior de la vida americana, sino que llegue a lo que con frecuencia el público estadounidense considera salvaje.

Son de rescatar, también, algunas corrientes en el interior de la iglesia católica, que a partir de enriquecedoras experiencias de inculturación, empiezan a liberarla de ese dogmatismo que la ha caracterizado en la historia.

San Isidro, 17 de abril de 2002

Publicado en El Comercio (Opinión) el domingo 9 de junio de 2002
Publicado en Facebook el lunes 26 de julio de 2010